Eugenia Almeida rememora y recupera una obra histórica. A propósito de la actualidad para su lectura…
En Villa Miseria se siente el miedo. Todos saben lo que pasó en Villa Basura: un incendio intencional del que ni los diarios hablaron. Se decide hacer guardia. Finalmente, la policía llega y detiene a setenta vecinos. Luego sabrán que esa detención (durante la cual nadie les da una explicación) es parte de un proceso que intenta desalojarlos.
Hay albañiles, serenos, empleadas domésticas, enfermeros, mecánicos, obreras de la fábrica de tejidos, un peón de funeraria, gente que ha trajinado en las cosechas. Están en Buenos Aires pero se trata de un territorio habitado por muchos otros: la gente viene de Chaco, Paraguay, Bolivia, Salta, Santiago, Entre Ríos, Formosa, Rosario. Hay una comunidad que intenta sostenerse –y unirse, cuando puede– aunando lazos en un escenario que los ignora e intenta expulsarlos.
Bernardo Verbitsky publicó este libro en 1957, cuando tenía 50 años. Ya había escrito algunas notas periodísticas sobre una realidad que muchos trataban de negar. Fue su trabajo el que le dio el nombre que aún hoy usamos para designar estos asentamientos precarios. A partir de esas notas –y de esta novela–, la gente empezó a hablar de “Villas Miseria”.
Hay que leer este libro. Leerlo para ayudarnos a pensar cómo más de cincuenta años después todavía es tan actual, cómo permitimos que parte de los ciudadanos vivan en territorios donde la lucha básica es conseguir agua, poder comer algo, resistir al frío o al calor extremos, escapar de la persecución, sobrevivir a duras penas.
Cuentan que Verbitsky fue a una villa para hacer una nota. Y que, después de esa visita, se le hizo costumbre ir los fines de semana a charlar con la gente, a escucharla, a compartir. Ese estar ahí queda evidenciado en la novela.
Cuentan también que en esas visitas el periodista solía llevar con él a su pequeño hijo, Horacio Verbitsky.
Eugenia Almeida
Publicado originalmente en La Voz del Interior