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Recuperando a Gustavo Roca: «Acaso un hombre bueno»
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Recuperando a Gustavo Roca: «Acaso un hombre bueno»

El sucesor de Deorodo Roca, gestor de la Reforma Universitaria hace más de un siglo en Córdoba, también tiene una historia por contar.

Hijo de su padre. Amigo del “Che” Guevara. Abogado defensor de presos políticos y desventurados, Gustavo Roca supo sortear el peso del apellido y atravesó Córdoba con su propia huella, la misma que hoy es difícil de rastrear.

Ese intento lo hace el periodista Juan Cruz Taborda Varela.  Aquí, 19 fragmentos para su reconstrucción.

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Matar o morir es el nombre del libro. Versión terminal de la historia: todo o nada. El autor es una de las celebrities más destacadas de la derecha argentina. Mezcla exacta del cuadro político del conservadurismo de antaño con el hombre de las RRPP de los 90’, el autor de esa idea que no concibe mediación posible, eligió como fotografía de tapa una imagen que vale una época: los 70’. Lo es por cuestiones temporales y estéticas. Y también por su grado excelso de expresión militante. Es una imagen de la guerrilla urbana del continente. Roberto Santucho, el líder del ERP, posa junto a los abogados argentinos Eduardo Luis Duhalde –exsecretario de DDHH de la Nación- y el cordobés Gustavo Roca. Se encontraron en el Chile de Allende, después de la Masacre de Trelew y la huída de los líderes guerrilleros al país trasandino y socialista.

La portada del libro no es inocente. No hay portadas inocentes. Y ésta lo es menos. La portada, y su foto, y su todo o nada, es una semblanza clara y contundente que le otorga a la violencia revolucionaria de la izquierda latinoamericana el sesgo de asesina. Quien concibe como únicas variables posibles de la existencia el todo o la nada como opciones primera y última, será asesinado.O asesinará.

En el mismo año, se publica el monumental Diccionario Biográfico de la Izquierda Argentina. Roca no aparece sino tan sólo como el hijo del padre.

¿Quién recupera las memorias de cada cual?

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Ser el hijo, según consta, no le pesó en absoluto. Pudo hacer lo suyo, aún a instancias de la memoria de Deodoro, sin depender del bronce que le dejaba la historia. Bronce que engalana, pero que pesa y hunde las más de las veces. Aún con esto, gustaba hablar de fidelidad a su legado paterno.

Integrante de la FUC en su juventud, abogado luego, el protagonismo le llegó en los 70’, cuando pese a todo riesgo, encarnó, junto a otros colegas, la defensa de los presos políticos argentinos y las denuncias de las primeras desapariciones. De esta relación nace la tapa del libro. De esa relación, también, el modo de hacerle honor al apellido.

Pero lo previo es un todo fragmentario. No hay historia lineal en Roca. O bien: no fue escrita aún.

¿Quién recupera las memorias de cada cual?

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Hay algo en su viaje iniciático que desvela aún más. Y es la relación entablada entre los jovencísimos Roca y Guevara. Fue Néstor Kohan en Deodoro Roca, El hereje, el que lo dijo. “Gracias a su amistad con Gustavo Roca, hijo de Deodoro, el joven Guevara devoró la biblioteca de Roca durante su juventud”. Pasados los años, los encuentros de aquellos amigos de la juventud de Nueva Córdoba, cuando uno y otro eran por sí mismos y no por herencias o palmarés ajenos, no están registrados con exactitud. Encuentro en aeropuertos los unían cuerpo a cuerpo. El Plumerillo y Nueva York. En el primero, Guevara estaba rubio y clandestino. Igual se fundieron en un abrazo. Los amigos se conocen sin mirarse.

Un artículo publicado en Primera Plana el 16 de julio de 1968 daba ya estas dos marcas de las que hablamos: “Hace cuatro años moría, en Salta, una guerrilla que aún estaba por nacer. Hoy, sólo dos de sus combatientes siguen en la cárcel, y allí deberán permanecer toda la vida: son Juan Héctor Jouvé y Federico Méndez, Para aventar ese calvario, acaba de formarse en Buenos Aires un Comité Nacional que lideran los abogados Norberto Frontini, Mario Mathov, Arnoldo Kleiner, David Baigún, Jesús Porto y Gustavo Roca, un amigo de Ernesto Guevara”.

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La relación superó lo afectivo. Abarcó otras instancias. A la muerte del guerrillero cubano argentino, se publicó en Argentina la solicitada “El Che Guevara y la Liberación Nacional y Social del pueblo argentino”. Firmaban, entre otros, David Viñas, León Rozitchner, Rodolfo Walsh y Gustavo Roca.  Decían: “El Che Guevara ya no solamente es argentino, cubano, ni siquiera latinoamericano, es el ciudadano de la sociedad nueva que avanza inexorablemente sobre el mundo”.

También acompañaban las rúbricas del padre Hernán Benítez -el confesor de Eva-, Aníbal Ford, Ricardo Piglia, Juan Carlos Portantiero, Alicia Eguren de Cook,

Leopoldo Marechal y otros, que aseguraban: “Nuestra Revolución será antiimperialista, antioligárquica y antimonopolista, encabezada por la clase obrera y se apoyará en la lucha diaria de las masas oprimidas, eligiendo desde ya, como único camino para la toma del poder, aquel que juzgamos inevitable: el de la lucha armada”.

Y siguen las firmas: Virginia Lago, Alberto Fernández de Rosas  y Juan José Sebrelli, el mismo que ahora llama asesino a Guevara.

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Roca era, ante todo, abogado de aquellas causas que estaban jodidas. El 2 de mayo de 1974, La Voz del Interior publicó una solicitada de Agustín Tosco. El Juez Zamboni Ledesma hacía 7 meses que lo buscaba por todo el país para guardarlo a la sombra. Una sola condición para publicarla: que firmen los abogados de Tosco. Roca, junto a 5 leguleyos más, figuraba al pie.

 “_…y por eso compañeros, a las bombas le vamos a contestar con nuestra lucha inquebrantable”, decía el líder obrero mientras Roca, junto a su socio de siempre, Lucio Garzón Maceda, lo defendía.

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Le incendiaron el estudio tres veces. Tres de sus socios fueron acribillados. El exilio era el único horizonte posible. La vida, desde 1976, fue España. Allá fundó la Comisión Argentina de Derechos Humanos –CADHU-. Lo hizo junto a Cortazar, Carpani, Tiefenberg, Le Parc, Duhalde, Zito Lema y otos tantos.

Al año, junto a Garzón Maceda, fue invitado a Estados Unidos a dar una charla sobre la desaparición de personas. Fue lo que necesitaba LBM para, mediante show televisivo, acusarlo de haber pedido sanciones económicas para Argentina. Menéndez, con un puntero, señalaba para la tele el botín con el que se habían quedado gracias a aquel incendio. Estaba el retrato de Deodoro pintado por Lescano Ceballos y el Che de la mano de Antonio Seguí. Le dijeron traidor a la patria. “Se da cuenta de que no había la menor posibilidad de regreso”, recuerda Reyna Carranza, la escritora cordobesa que fue su compañera y esposa por más de 20 años.

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David Viñas recordó que “durante la dictadura militar, tuvimos un conflicto, porque en La Habana no nombraban a la Argentina como dictadura. Y el tema lo sacó adelante inobjetablemente Gustavo Roca, el hijo de Deodoro, que se enfrentó con el ministro de cultura Armando Jara. Es toda una historia ésa. No nombrar a la Argentina. Finalmente logramos que se nombrara a la Argentina entre los otros países de América latina donde había dictadura”.

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Impulsivo, bravío. Un francotirador. Fiel herencia del padre, “no pasaba desapercibido, para nada”, asegura su compañera. “Estábamos almorzando en un restaurante, en París –recuerda ella-. Entre otros, estaban Eduardo Luis Duhalde, el ingeniero Natalio Kejner –de Mackentor-, el artista Ricardo Carpani, Gustavo, yo, y un abogado también exiliado, pero que no pertenecía a la CADHU. Y en mala hora a este último se le ocurrió poner en duda el destino que la CADHU iba a dar a cierta ayuda económica que habían recibido. Gustavo lo agarró por la nuca y le metió la cabeza en la fuente de ensalada, al tiempo que le decía: ‘No te permito ni en broma que dudes de nuestra honestidad, y mucho menos de la mía propia’. Chorreando rodajas de tomate y hojas de lechuga, este hombre se puso de pie y tuvo que salir corriendo porque Gustavo ya quería trompearlo”.

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Volvió al país apenas recuperada la democracia. No vino solo. Además de Reyna, lo acompañó un equipo del Telediario de la TV española. Querían retratarlo como caso testigo del exiliado que vuelve. Con ese mismo equipo de TV, Gustavo visitó los alrededores del Campo de La Perla y el cementerio de San Vicente. Allí, Roca, frente a cámara, dice que no sólo había enterramientos clandestinos, sino que además, se habían utilizado los hornos para quemar cadáveres de desaparecidos.

Era 1983. Era 1983.    

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“Te felicito pues, y me felicito yo mismo, como tu amigo y compañero en tantas desparejas batallas por la defensa de los derechos humanos y de la libertad e independencia de nuestras patrias permanentemente amenazadas” le escribió su amigo Julio Cortazar en el prólogo de Las dictaduras militares en el Cono Sur, que Roca publicó recién llegado al país en 1984. Lo hizo a través de El Cid Editor, aquella editorial que fuera propiedad del intelectual peronista Eduardo Varela Cid, luego devenido diputado menemista, novio de revistas y finalmente de exilio en Miami y ferviente admirador K vía facebook.

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“Había que hacer lo que Gustavo Roca ha hecho”, dice Pablo Castellano Cardalliaguet, el hombre fuerte del PSOE, refiriéndose a la misma obra. Castellano fue la oposición por izquierda al rosado socialismo de Felipe González cuando la caída del franquismo. “Analizar, explicar, aclarar, diseccionar con el escalplo”, describe. Y no exagera pese a la amistad.

La obra de Roca exhibe, al menos, dos características. Por un lado, establece una correcta descripción/interpretación de la matriz militarcatólicaoligárquica que azotaba a América Latina. Por otro, en su análisis sobres las últimas dictaduras, no erra una coma. Dice: hay adoctrinamiento externo a tanto sicario militar. No hay dos demonios posibles, teoría oficial por entonces.

“Este nuevo rol impuesto a las fuerzas armadas latinoamericana por los Estados Unidos, y por consiguiente proyecto político militar, no es sin embargo autónomo ni tampoco antagónico con el propio proyecto (…) de las clases dominantes”, dice el exacto Roca. “Se trata -escribe por fin-, de remover las causas que generaron el fenómeno militar y, por tanto, de destruir las estructuras económicas que el imperialismo y los monopolios han desarrollado”.

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En 1984 funda, en Córdoba, el diario El País. Una aventura, recuerda Carranza. Una de las accionistas del diario fue Guadalupe Noble, la hija de Roberto. Gustavo había sido su abogado cuando Lupita, distante de la viuda Ernestina, buscaba su emancipación. En Madrid se visitaban. Y en Totoral se encontraban.

Ya hablaba, Roca, en las editoriales de su diario, de genocidio. El término que la Justicia argentina usaría recién 30 años después. 30 años después.

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De la dictadura escapó. No de la democracia. Tres procesos en contra tuvo que encarar. Por ejemplo, el haber sido uno de los “ideólogos de la izquierda argentina”. Lo llevaron, en 1984, preso a La Rioja. Hasta Felipe González denunció aquel atropello.

Después, Roca editaría Tres procesos y tres defensas, en donde tuvo que explicar qué se lo acusaba y por qué era inocente. Y recordó: “Clarín, La Nación y La Prensa, nos descalificaban y nos señalaban como los promotores de una ‘campaña de desprestigio internacional contra el país’”.

Su defensa comenzaba: “Yo podría decir, al igual que mi padre, sin mengua de la verdad, que ‘conformado, como buen cordobés, para el peripato, no me sorprendió, ni me fue difícil, saber un día que era abogado y doctor’”.

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Dice Carranza que “como abogado, siempre tuvo inclinación a defender desposeídos, obreros, marginados, peones de campo. Y eso lo fue sensibilizando hacia la problemática del pueblo argentino y sobre todo al pueblo trabajador. Si llevaba 100 expedientes, 80 eran gratis. Trabajaba gratis para los obreros”.

Y el mismo Roca escribió: “…procuré no caer en esas escabrosas y fáciles zonas de ‘decorosa comercialidad’ que tan a menudo afean y hasta enlodan la abogacía (…) he procurado poner mi oficio al servicio de los que penan y nada poseen y soportan por ello injusticia, violencia y represión (…) a hombres y mujeres perseguidos por sus ideas o sus acciones políticas y sociales (…) a la defensa de las libertades públicas, los derechos humanos y los represaliados políticos”

A su vuelta fue crítico de la violencia armada. Fue crítico de la democracia discursiva. Pidió: basta de eufemismos. Pero se fue quedando solo. “Gustavo insistía, entre otras cosas, con el tema de los desaparecidos y los enterramientos clandestinos en el cementerio San Vicente. Y muchos conocidos pasaron a no saludarlo, se cruzaban de vereda. Decían que era un delirante, que no tenía pruebas de lo que decía. Después, la realidad le dio la razón, pero ya había muerto”, dice Reyna hoy.

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De Guerreros y Fantasmas, de la misma Carranza, recupera su vida. Hermani, el personaje de obra, es Roca. Roca es Hermani y es Carranza:

“…sé que mi nombre provoca en ciertos pequeños círculos cordobeses alimentados por un atávico rencor, resistencias innumerables”, dice que dijo.

La reunión de prensa había terminado a los empujones cuando un reportero del ABC de Madrid tuvo el coraje de volver a preguntarle lo que había sido el meollo de la acusación:

_ ¿Pero acaso usted no promovió en Washington sanciones políticas y económicas contra el estado argentino?

Tuvieron que arrancárselo de las manos.

_ ¡Cómo se le ocurre semejante disparate! –y Hermani comenzó a empujar al reportero en medio de un revuelo de micrófonos y grabadoras, y sin dejar de zarandear al hombre, añadió: _ La acusación se basó en un recorte periodístico trunco y adulterado, confeccionado seguramente por un fascista como usted- y alcanzó a ponerle un par de puños en la cara.

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“Al propio tiempo creo, por un fatalismo histórico, por una especie de atavismo invencible, que mi destino está trazado, dada mi conformación humana, mi propia herencia paterna y mi amor sin límites por las gentes de mi tierra, y por mi misma tierra.   

Seguramente, no podré ser otra cosa que un incurable romántico, un pequeño gladiador sin armas, un destructor inconciente de lo que más amo y acaso, un hombre bueno”.

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El mismo Hermani, el mismo Roca, antes de morir, cuando Argentina ya no tenía ni recursos energéticos: “Seguimos a merced del terrorismo de Estado, pero ahora bajo la careta económica”. En 1991 lo mató, dice Reyna, el desexilio.

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“Yo nací en esa casa, una noche de octubre, en la misma habitación en donde treinta y cuatro años antes había nacido mi padre; y en donde diecisiete años más tarde él moría…”.

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Algunas enjuician la noche al otro día.

Otros se adelantan 30 años.

Acaso, los hombres buenos.

Por: Juan Cruz Taborda Varela, autor del libro «La ley de la revolución»